3.26.2009

La ventana



El ventanal de la oficina de ParaLife® ocupaba dos paredes del enorme salón. Dejaba entrar tanta luz que los clientes que esperaban sentados sólo veían las siluetas en sombra de las secretarias caminando de un lado a otro, sus cabezas rodeadas por un halo de luz que quedaba atrapada en los cabellos que se les escapaban de las gomillas. Las secretarias, por su parte, sólo veían seres medio dopados por la espera con rostros llenos de imperfecciones.

Se oía el teclear constante en las computadoras, los papeles rozando unos sobre otros y algunos murmullos. Cada cierto tiempo sonaba una campanilla y un cliente despertaba de su marasmo, se levantaba aturdido y atravesaba el largo pasillo, las pisadas sobre el piso frío, mostrando sobre su piel las más pequeñas arrugas, el maquillaje mal puesto, las pecas, las cicatrices. Al final del mostrador, una oficial les daba un disco y un sobre cerrado. El cliente se daba media vuelta y salía, ahora hecho una sombra.

Yo fui parte del proyecto ParaLife®. Tenía un eidolo. Me senté en aquellas sillas muchas veces y pasé allí horas. Prefería esperar con los ojos cerrados, pero a veces no soportaba aquella luz escrutadora así que salía de la oficina, cruzaba el pasillo y bajaba las escaleras de mármol. Atravesaba la gigantesca recepción, toda blanca, el techo multifacético por el que se filtraba siempre la misma cantidad de luz. A veces me paraba delante de la cascada de agua que corría sobre las paredes de piedra y se me parecía a aquella a la que fuimos toda la familia, los niños, mi esposo. Pero era mejor no pensar en esas cosas porque la punzada en el pecho regresaba.

Cuando llegaba al mundo exterior todo era gris, la plaza de piedra, el gran árbol seco, con las ramas que se levantaban hacia el cielo como los dedos huesudos de un viejo decrépito y el banquito, justo debajo, que me esperaba. Me sentaba allí y sentía que el gris también me invadía, me convertía en parte del paisaje. De vez en cuando veía pasar a una mujer con audífonos, trotando con sus pantalones de ejercicio, unos días negros, otros blancos. También pasaba una patrulla, la misma, una y otra vez. Ya los policías me miraban y sonreían. Era una pareja, él siempre con unas gafas oscuras, aunque el día siempre estaba gris, y ella con el pelo lacio recogido en una colita de caballo.

No había pájaros y el silencio era ensordecedor, si algo así es posible. De vez en cuando aparecía alguien hablando solo, gesticulando, cruzaba la plaza y no me veía. No tenían por qué verme, pero siempre guardaba la esperanza de que alguien me notara entre todos los grises, tal vez por ser yo más gris aún, tal vez porque era lo único con vida. Ahora que lo pienso, todos ellos también se veían grises. Pero no Mariana. Llegó un día de la nada a la plaza y la vi desde muy lejos. Tenía el pelo rojo y daba la impresión de que su cabeza estaba prendida en fuego. Era el único color dentro de aquel mundo, una melena riza, larga, que se mecía de un paso a otro, incapaz de mezclarse con el gris a su alrededor. Mariana llevaba un cigarrillo en los labios y parecía caminar sola. No esperaba que me viera y sin embargo me miró, sonrió y se acercó a mí. Me invitó a fumar con un gesto y dijo su nombre: “Mariana”, inclinando la cabeza un poco. Se sentó a mi lado. Se acercaba el cigarrillo a los labios finos, casi secos. “Estos días de renovación, me matan”, dijo aspirando el humo y entrecerrando los ojos como si mirara algo que estaba muy lejos. Asentí. De cerca noté que también su piel estaba salpicada de pecas rojas como canela. “Esas brujas no hacen otra cosa que reírse de nosotros a nuestras espaldas, ¿no crees?”. Las secretarias de ParaLife® nunca merecieron mi atención, eran simples sombras, así que no contesté. Pasaron unos momentos, algo en Mariana me puso incómoda y no supe qué era. Era una sobreviviente y todavía tenía energías para decidir la manera de mover las manos, de caminar. Me sentí muy débil, de pronto. “Aunque puede que sean todas de cartón, ¡como ni se ven!”, masculló. Una distorsión rompió mi línea de pensamiento, como un hormigueo. “Pero lo más deprimente de esa oficina es la sala llena de clientes de Wal-Marts”. La imagen de una mujer, que solía sentarse a mi lado con unos pantalones color melocotón cortos hasta la rodilla, demasiados apretados en la ingle, me provocó un temblor que me corrió del pecho hasta la boca, explotó entre mis labios y retumbó como una bomba. Era como si se hubiera abierto una presa de risas que corrían a borbotones y me rebotaban sobre la barriga. “Eso sí es una tragedia, que sobrevivan a las peores circunstancias. Son como las cucarachas”. Lágrimas corrieron por mis mejillas. “También sobrevivieron las manicuristas vietnamitas”, escuché decir a alguien que resulté ser yo misma. Mariana me miró con unos ojitos verde oliva y rió también. “No, de esas sobrevivió una e hicieron clones”, comentó, mientras finalizaba su cigarrillo. Lo lanzó al suelo y lo pisó con la punta de su sandalia gris. Miró su reloj de pulsera. “Ya van a cerrar, tenemos que regresar”. Regresar a la oficina de ParaLife®, después de haberme reído así, me parecía una herejía. Cruzamos de nuevo la recepción de ParaLife®, subimos las escaleras, recogimos nuestros discos en la oficina y cada cual entró a su respectivo cuartito para actualizar las lentes. Después de ahí no la volví a ver.

Atravesé la puerta de cristal por segunda vez y me enfrenté a otro mundo. Siempre ocurre lo mismo y nunca deja de sorprenderme el cambio. El cielo azul se veía entre los edificios, ni una nube. El sol lo iluminaba todo y todo estaba lleno de gente. Sucedían muchas cosas al mismo tiempo, gente riendo, gente corriendo, saludando, tocando la guitarra. Personas que no estaban allí hace diez minutos. Todas llenas de colores y emociones, todas vivas. Cada una era un universo en sí misma. Traté de localizar a Mariana caminando con su cigarrillo entre la multitud, pero era imposible. Al que vi fue a Gonzalo que me esperaba sentado en el mismo banquito, bajo un árbol que ahora mecía sus pompones de hojas verdes. Llevaba una camisa de finas rayas violetas. Me acerqué con la clara intención de verificar que todas mis selecciones hubieran sido implementadas. Me miró y me sonrió, “¿Cómo te fue en el ginecólogo?”, preguntó y le conté de la nueva amiga que hice esperando en la oficina. “¿Y esta es la única persona con la que has hablado desde que vas ahí?”, dijo. “Las demás visten de Wal-Marts”, expliqué.

Después de eso, Gonzalo no volvió a aparecer por unos días. A veces necesitaba tiempo para terminar sus proyectos, sus tesis, sus muebles, lo que sea que lo ocupaba en esos momentos. Yo, por mi parte, necesitaba tiempo para trabajar. Era la secretaria de Arturo Cárdenas, el abogado que llevaba el caso de clase más grande por daños y perjuicios que se había generado a raíz de la plaga. Era un hombre inteligente, con un genio de mil demonios, bajito, calvo, que caminaba con unos espejuelos en la punta de la nariz y la camisa siempre impecable. Su oficina quedaba en el tercer piso de su casa en Upper East Side. Tenía varios eidolos, pero los conservaba como referencias enciclopédicas y estaban limitados a ciertos espacios, no corrían libres por el mundo como Gonzalo. Así, en la biblioteca, en el primer piso, solía encontrarse Christine, susurrando poemas de Pushkin; en el jardín estaba Richard, nombrando las propiedades medicinales de las plantas; mientras en la cocina María recitaba recetas. Así por el estilo. A veces caminaba por los pasillos y me sentía en un manicomio, rodeada de seres que buceaban en su propio mundo.

El trabajo en sí no me molestaba. Era bastante solitario. Consistía en contestar el teléfono, tomar los recados, buscar libros en la biblioteca donde Cristina se paseaba y preparar facturas. Los encuentros con Mariana se convirtieron en mi único contacto social con un ser humano, no un jefe, no un eidolo, y los esperaba con ansias. Una vez al mes nos estirábamos bajo el árbol y pasábamos las horas mirando el mundo vacío. Ella fumaba su cigarrillo y hablábamos de todo lo que nos pasaba por la mente, del pasado, del futuro, de todos los eidolos que habíamos tenido, de los que se dañaron. Así me contó que, al poco tiempo de que salieran al mercado los primeros modelos, compró unos cuantos para promocionar la panadería que tiene en Fort Greene. Los situaba en las salidas de los subways para que cantaran unas líneas que rimaban con el nombre de su negocio. Se atrevió a recitar el poema y me alegro de haberlo olvidado. A veces, esperábamos a que pasara trotando la misma chica de siempre y hacíamos apuestas: Los pantalones de hoy, ¿blancos o negros? Mariana decía que debía esperarla una legión de gatos en la casa. No necesitaba eidolo. Era una realidad bastante deprimente.
Una vez nos encontramos en las escaleras. Yo bajaba y ella me pasó por el lado sin darse cuenta de quién era yo. “¡Hey!”, dije con una mano en la barandilla y la otra en el aire. “¡Mariana!”, llamé más alto. Entonces, levantó la mirada y me vio. Una sonrisa le iluminó la cara. “¡Avanza! ¡No tenemos todo el día!”. Una vez debajo del árbol seco, me pareció que no estaba tan alegre como de costumbre. Sus ojos no se levantaban del piso y parecía que llevaba una carga invisible sobre los hombros. Comenzó a hablarme de su hija, una sobreviviente que echaba de menos a su padre, aunque su eidolo, Enrique, había hecho tremendo trabajo. Era una niña encantadora y me la presentaría en cualquier momento cuando pasara por su casa a tomar un café. Yo asentí, sin ninguna intención de bajar hasta Brooklyn a aguantarme su vida idílica, su niña superdotada y su panadería oliendo a abrigo de lana y pan recién horneado. Acepto que no estaba escuchando lo que decía hasta que un comentario suyo llamó mi atención. “Es raro”, dijo. “A veces siento que desaparezco, como si fuera yo la imagen”. Yo, totalmente perdida, no supe qué contestar. “¿Cómo es que siempre sabemos lo que tenemos que hacer?”, dijo y persiguió con la mirada algún pensamiento que se escapaba. Se volvió hacia mi, tal vez esperando alguna reacción de mi parte. Miró su reloj y ordenó, como siempre: “Tenemos que regresar a la oficina, van a cerrar”.

Ese día quise seguir hablando con Mariana y traté de actualizar mis lentes lo más rápido posible. Así que, cuando me entregaron el disco, entré a uno de los cuartitos y lo introduje dentro del monitor de la computadora. La pantalla frente a mi se iluminó: “Nombre del eidolo”, G-O-N-Z-A-L-O, tecleé; “Profesión”, H-I-S-T-O-R-I-A-D-O-R. “¿Desea su historial personal previo?”, S-I. Me hubiera gustado hacer algunos cambios, como que roncara un poco por las noches, pero tenía prisa. En pocos minutos había terminado y la pantalla se cubrió con la misma advertencia de siempre: “Evite informarle a un eidolo de la naturaleza de su origen y función. En caso de suceder, el programa se autodestruirá automáticamente y, ParaLife® le proveerá otro eidolo nuevo. Sin embargo, la personalidad de su eidolo es irremplazable”. Conecté el cable del monitor a la cajita donde reposaban los lentes de contacto en agua salina. Oprimí enter, una pequeña bombillita se puso verde y momentos después, frente a un pequeño espejo, luché con la torpeza de mis dedos para posar el lente sobre mi córnea. Repetí la operación con el otro ojo y me resultó más sencillo. Salí a toda prisa del cubículo y ya no quedaba nadie en los pasillos. Mariana, nuevamente, se me escapaba.

Al menos, Gonzalo me esperaba en el banco para ir a cenar, pero aquel día sucedió algo extraño. Fuimos a nuestro restaurante tailandés favorito donde un ser andrógino siempre sonreía por encima del mostrador de madera. “¿Quieren ordenar algo?”, nos preguntó cuando llegamos. Tras él, en la cocina, pequeños hombres con grandes espátulas saltaban de un lado a otro como si de una lucha marcial se tratara. Los sartenes explotaban sobre las llamas, en el momento menos esperado, liberando vapores de especias que envolvían la escena en cierto misticismo. Ordenamos pad thai y vegetales al curry y yo me levanté para buscar un baño. Cuando regresé me encontré con Gonzalo en medio de la calle, buscando a alguien. “Hola”, dije. Me miró por un segundo. “¿Viste a esa mujer?”, dijo. “¿Qué mujer?”. “¡La que estaba aquí hace un segundo!”. “No, no la vi… ¿qué pasó?”. “Vino a donde mi, de la nada, y me dijo: ¿Y si tú fueras la imagen?”. Pasaron unos momentos, lo que decía Gonzalo no tenía sentido. ¿Quién querría terminar con él? ¿Por qué? “¡Una loca, no hagas caso!”, grité y lo arrastré por el brazo hasta el pad thai humeante que esperaba sobre el mantel rojo. No se habló más del tema, pero desee con toda el alma que no le creyera.

Mariana no llegó a la próxima cita y me pareció raro. Pasé el día sentada en nuestro banquito y no llegó. Pasó la patrulla con los dos policías y vi a la chica trotadora con sus audífonos, pero Mariana no estaba allí para comentar sobre las posibilidades de su vida sexual. La esperé el próximo mes y tampoco llegó. Esta vez me senté dentro de la oficina y observé a las personas caminando sin expresión. Traté de contar las partículas de polvo que flotaban perdidas a mi alrededor y brillaban con la luz que entraba por los ventanales. Ella no faltaría así a dos citas corridas. Me imaginé que algo le había pasado. Quise llamarla, pero no tenía su teléfono. No había tratado de encontrarme con ella fuera de aquella oficina, ni una invitación a cenar después de salir de aquel lugar, ni un trago, ni un gesto para que viniera a conocer a Gonzalo. Ella tampoco concretó nunca la invitación a tomar café a su panadería. Me asombré de mi propia inercia. Ni siquiera sabía su apellido. Es más, ella tampoco tenía cómo comunicarse conmigo.

A la tercera cita que faltó, pregunté en la oficina si Mariana, una muchacha de pelo rizo y pecas, había cambiado su cita para otro día del mes. Aunque la información sobre otros clientes es estrictamente confidencial, después de explicarles la situación, aceptaron mirar en los archivos. Me dijeron que no, que efectivamente había faltado a las tres últimas citas.

Después del incidente de la mujer en el tailandés, habíamos cambiado a un restaurante japonés mucho más tranquilo. Sobre los pedazos de pescado frío, le comenté el asunto a Gonzalo y me dijo que no le diera importancia. Era obvio que no entendía cuál era mi preocupación. No podía comprender que en realidad no éramos tantos los humanos como para perdernos por tanto tiempo. Creo que mi preocupación le pareció un poco exagerada. A lo mejor se fue de viaje, me decía, ya regresaría. Además, ¿cómo estaba tan segura de que no había cambiado de ginecólogo? Un sábado me puse las zapatillas y me tiré a buscar la panadería de Mariana en Fort Greene, Brooklyn. Pregunté a las personas del barrio: en la zapatería, en la tienda de velas para santos y en la barbería decorada como discoteca. No parecía que hubiera ninguna panadería por allí. Caminé todo el día. Pasé por el centro comercial de la Avenida Atlantic, por el instituto Pratt, por Flatbush, por el Borough Hall y nada. Ni rastro.

No sé en qué momento se me ocurrió que sería más sencillo buscarla sin los lentes puestos. Volver al mundo de los humanos y solo ver la realidad, todo iba a ser gris todo el tiempo y seguro que sería más fácil encontrar así la melena roja de Mariana. Durante semanas, salía del trabajo y caminaba por la ciudad abandonada, los edificios vacíos, las ventanas huecas. Vi algunas personas haciendo pantomimas, hablando con espectros. Había menos los humanos de lo que me había sospechado. En algunas ocasiones hablé con ellos y me parecieron tan aturdidos como yo. Todos pálidos, como dibujados a lápiz. Era difícil hablar con personas que se creían rodeadas de seres vivos que eran sombras. Cuando me acercaba a ellos parecía que estuvieran viendo un fantasma. Irónico.

Una tarde, ya cansada de ver el mundo gris, pasó frente a mí la chica que siempre corría frente al edificio de ParaLife®. La seguí por unos minutos, primero caminando, luego trotando, más tarde corriendo, pero no paró. No miró atrás. La llamé, pero parecía que la música en sus audífonos estaba muy alta. Le toqué el brazo, pero no me sintió, era como perseguir a un robot. Trataba de recuperar el aliento cuando me dí cuenta de que estaba cerca de nuestro restaurante tailandés, pero en su lugar encontré un local vacío con cristales rotos. Parecía abandonado hacía mucho tiempo. Adentro solo había un espacio vacío que llegaba hasta el otro extremo del edificio. De las paredes colgaban largos pedazos de pintura. Fue entonces cuando pasó la patrulla de policías. Pero para mi sorpresa, eran los mismos de siempre, ella con su colita, él con sus gafas. Me sonrieron. Extraño, pensé, estábamos lejos de ParaLife®, ¿qué hacían aquí? Se me ocurrió ir a la estación de Policía y reportar la desaparición de Mariana, ya había pasado más de un mes. Me dirigí a la estación que quedaba en la calle 30, entre la quinta y la sexta avenida, pero no la encontré. La mudaron, pensé. Caminé veinte bloques y no encontré otra. Comencé a sentirme mareada, me dolían los pies, los hombros, la cabeza.

En las escaleras de un edificio de apartamentos, un chico parecía estar escuchando a su eidolo. Le interrumpí: “Hola, ¿puedo hablar contigo un momento?”. Parece que comprendió que se trataba de algo privado y aceptó. “No tengo mis lentes puestos”, le dije y respondió con un movimiento de cabeza. “¿Te has dado cuenta de que no hay policías?”. Me miró en silencio. “Estás equivocada”, dijo, “he visto a los policías pasar más de una vez hoy”. “Sí, claro, yo también, pero son los mismos una y otra y otra vez”. Otro silencio. Se abrió un abismo entre nosotros. Yo era de pronto una de esas personas traumatizadas, que no aceptan la alegría multicolor que ofrecen los lentes de ParaLife® y quiere, de paso, amargarle la vida a todo el mundo. “¿Me puedes llevar a una estación de Policía?”, pedí resignada. Caminamos unas dos cuadras, yo en mi mundo gris, él feliz. Fue un poco incómodo, no teníamos de qué hablar. De pronto, se detuvo y me dijo: “Ahí, una estación”. Sonrió triunfante y regresó sobre sus pasos. Miré el espacio y comencé a quedarme sin aire. Allí lo único que había era un edificio abandonado, sin ventanas. Se podía ver hasta el fondo vacío cubierto de grafitti. Adentro solo había metales retorcidos y mesas abandonadas oxidándose. La vista se me nubló. Traté de llenar mis pulmones con aire. Me temblaban las rodillas y tuve que sentarme en el piso para no desplomarme. Se apoderó de mí una sensación de soledad inmensa y un terrible pánico. Me levante dando tumbos, llorando, sofocada. No sé cómo encontré el camino a casa.

Cerré la puerta tras de mí como si alguien me hubiera estado persiguiendo. Traté de ponerme los lentes de nuevo. Tuve que esperar en lo que las manos me dejaban de temblar. Una vez con los lentes puestos, todo volvió a verse normal y pude respirar un poco mejor. Llamé a Gonzalo. Contestó con un grito de alivio y una pelea, llevaba días sin responder sus mensajes. Después de reclamarme por no haber dado señales de vida en todos estos días, me preguntó cómo estaba. Notó el temblor en mi voz. Propuso que nos viéramos en la cafetería de la esquina. Le dije que no podía, pero no le di razones. Lo cierto es que no podía salir a la calle. No podía ver las mentiras. Tenía miedo hasta del suelo sobre el que pisaba. Le dije que, mejor, viniera a casa. Pero él era un eidolo, él no sabía nada sobre otro mundo, sobre esa otra realidad a la que él no podía llegar. ¿Cómo decirle lo que me pasaba? Estaba absolutamente sola.

Llegó por fin, con su pelo negro balanceándose sobre sus ojos. Recordé que no lo podía besar. Comencé a sentir náuseas. Él estaba allí, ligero, sin existir. Yo existía y no podía soportar el peso de mi cuerpo. No podía controlar el temblor de mis manos. Se sentó al lado de la ventana. La luz del sol iluminaba los minúsculos bellos que cubrían su mejilla como terciopelo, y parecía tan real que el corazón estaba a punto de salírseme por la boca. “No entiendo lo que te pasa”, me dijo. “Creo que sé lo que le pasó a Mariana”, dije, pero lo cierto es que más bien intuía lo que había sucedido. De pronto alguien, que era yo misma, dijo: “¿Recuerdas la mujer que te habló en el restaurante thai hace un tiempo?”. “¿Qué? ¿De qué mujer hablas?”, contestó Gonzalo. “Aquella que te preguntó si eras tú la imagen”. Se le perdió la mirada entre las sombras de mi sala, detrás del sofá, como si hubiera otra persona allí de pie. “Ni me acuerdo”, respondió y me miró fijamente. Traté de respirar, me senté en el sofá, las piernas juntas. “No fue hace tanto”, murmuré. “No importa. Imagínate que hay un mundo alterno al nuestro”, dije tratando de mantener la calma. Él me miraba, estirado sobre la silla, sus piernas atravesando casi toda la sala. “Imagínate otra dimensión”. “¿Cómo se entra a esa otra dimensión?”, interrumpió. “Es pura casualidad”, le contesté. “Algunos pueden y otros no”. Gonzalo dejó caer su cabeza hacia la izquierda, solo un poco, lo necesario para mostrar cansancio. “No me hagas caso”, respondí cansada. “He estado un poco deprimida últimamente”. “Entiendo”, dijo. “¿Qué tal si me quedo contigo esta noche?”.

Desperté antes que él. Entré al baño y tras la puerta llamé a Arturo. Él era abogado, él debía saber mejor que yo lo que estaba sucediendo. Contestó con su tono profesional: “Oficina del Licenciado Arturo Cárdenas”. Escuchar su voz me produjo una sensación de alivio, como si todavía existiera algo claro y limpio dentro de aquella pesadilla. Comencé a contarle todo lo que había ocurrido hasta el momento, la desaparición de Mariana, mi búsqueda, que me había quitado los lentes y que el mundo real parecía hecho de cartón. Las palabras me salían de la boca a borbotones. Cuando terminé, hubo un silencio al otro lado del teléfono. Por fin, lo escuché aclararse la garganta y en un tono entre tierno y paciente, me dijo: “Tú deberías ir a las oficinas de ParaLife®. A la 119”, hizo una pausa. “Allí te van a ayudar a aclarar algunas cosas sobre el programa”. Cuando colgué, Gonzalo estaba a mi lado y me miraba. No sé cuánto de la conversación había escuchado. “¿Con quién hablabas?”, preguntó con los ojos hinchados de sueño. “Con Cárdenas. Dice que él conoce a alguien que me puede ayudar”. Miró al piso y sus hombros colgaron como dos grandes papayas. “No vayas”, susurró. Entendí que sabía más de lo que parecía. Pero, de ser así, ¿cómo era posible que siguiera funcionando? Le iba a preguntar exactamente qué era lo que sabía cuando lo vi todo claramente. “Simplemente, deja de pensar, ¿sí?”, me dijo y yo obedecí.

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