11.24.2007

Cuesta

Mira que las cuestas de San Juan son pesadas. Pues ella se las recorría de día y de noche, a cualquier hora. No le tenía miedo a que la asaltaran a las 4 de la mañana, o que el maquillaje se le corriera con el sudor a las 12 del mediodía. Iba con todos los guindalejos, los anillos y esas faldas espectaculares que le encantaban y, por supuesto, todo el maquillaje que se puede poner uno. Olvídate, ella iba como una reina. Llegaba desde Guaynabo en su Mercedes Benz y lo dejaba en el estacionamiento de Doña Fela y salía toda emperifollá por ahí, como que iba de compras por las tienditas. Hasta que en algún momento, miraba para todos lados, no había nadie en la calle y se trepaba, adoquines cuesta arriba, en sus alpargatas amarradas a los tobillos. Es un arte subir con esas cosas hasta la calle San Sebastián y yo creo que ella estaba de acuerdo conmigo. Tanto así que un día se hartó y a eso de las 5:30 de la mañana, toda fabulosa como era, se quitó los zapatos dorados con cintitas rositas y siguió caminando por ahí descalza luciendo sus cayos de años incómodos, como si nada, hasta llegar a su Mercedes. Lo malo fue que la gente comenzó a reconocerla de tanto verla subir y bajar por la misma calle. Y así llegó el fin de sus escapadas, porque, en esta Isla, todo se sabe.

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