11.24.2007

Gafitas

Los sábados eran los días preferidos de Ana, básicamente porque no había que ir a misa. Aunque los domingos parecía que el tiempo se detenía y se podía caminar sola por el mundo y cuando te metías sola en sitios que no conocías, te daba esa sensación en la barriga y querías ir al baño. Pero aún así, los sábados eran el día de pasar por las calles todavía dormidas, con la barriga rugiendo, y llegar a las plazas a ver a los niños, conocidos y desconocidos, jugando. Eran días para tocar todos los botones de los telefonillos de todos los edificios y salir corriendo, de jugar al fútbol frente al portal de casa o al elástico en la plazoleta.

Después de desayunar un chocolate y unas galletas, Ana le pidió a su mamá permiso para salir con Susana y se escapó corriendo sin esperar la respuesta. Susana vivía a la vuelta de la esquina y Ana no recordaba cómo se habían conocido porque no estudiaban en el mismo colegio ni tenían la misma edad: Susana tenía trece años y Ana siete. A Ana le gustaba preguntarle cosas a Susana que no podía preguntarle a las niñas de su clase, como si era cierto eso de que los reyes no existían o qué quería decir “follar”, “puta” y “cabrón”. Le encantaba subir las escaleras del edificio de Susana porque eran en madera y olían raro, una mezcla de humedad y orín. A veces, cuando hacía mucho frío afuera se quedaban allí, en un descansillo y jugaban a las estampitas, lo malo era cuando los vecinos querían bajar y había que dejar pasar. Pero aquel día no, que hacía mucho sol como para quedarse adentro.

Ana llamó a la puerta y la mamá de Susana abrió. La mamá de Susana no tenía nombre propio, era como todas las mamás, que dejan su nombre para convertirse en la mamá de Juanito o Pedro y así parece que son más felices, excepto la mamá de Estrella, que nadie sabía porqué se había ido. El apartamento de Susana también tenía un olor muy particular, aunque dejaban las ventanas abiertas y eso ayudaba bastante. Ana atravesó el pasillo oscuro mirando entre las tablas de madera del piso porque se podía ver el apartamento de abajo. Era casi casi como volar y daba vértigo. En aquel momento no había nadie, pero en otras ocasiones había visto a un hombre con un abrigo rojo acomodar unos cojines polvorientos en un sofá verde. Llegó a la sala donde la abuela se calentaba los huesos debajo de la mesa del brasero. Era una viejita vestida de negro, de unos ciento y pico de años, que no tenía dientes y casi ni veía. La mamá de Susana le dijo que esperara allí, que Susana vendría ahora mismo. Ana miró las imágenes distorsionadas en los cristales de las ventanas que debían ser tan viejas como la abuela y no se atrevió ni a moverse, no fuera a partirse una de las tablas bajo sus pies. Al lado de la ventana había un sillón de madera sin pintar en donde esperaban unas agujas de tejer y unos bolillos de lana anaranjada, allí se sentó la mamá de Susana a seguir su tejido mientras miraba por la ventana medio abierta.

Susana apareció en la puerta y le hizo una señal de “vámonos” a Ana. Salieron corriendo, bajaron las escaleras y ya estaban en la calle. Susana siempre llegaba primero porque tenías las piernas muy largas, era como un flamenco, tenía el pelo negro lacio que le caía despeinado en la cara pálida. Tenía algunas pecas y algo en su piel daba la impresión de haber sobrevivido una guerra. “¿Qué hacemos?”, preguntó Susana. “No sé”, respondió Ana y así siguieron caminando por la calle sin querer tener rumbo pero sabiendo que iban directo a buscar golosinas. Lo cierto es que había un itinerario tácito con el que cumplir antes de, en serio, ponerse a decidir qué hacer. Primero, ir al kiosco a gastar la mesada, luego pasar por el cuartel general, que era una esquina en un terreno baldío al que le habían pintado las paredes con tiza y en el que habían acumulado cartones, piedras y cajas de madera para delimitar los bordes. Allí se sentaban a comerse lo adquirido y a hablar de los niños del barrio, los que le caían bien y los que se habían mudado. Más tarde, había que pasar por otra plaza a vigilar a los hijos del dueño de un restaurante porque les caían mal. Ni Ana ni Susana discutieron a fondo las razones por las que estos niños les caían mal, simplemente así lo decidió Susana un día y fueron a tirarles piedras.

Entonces era que la pregunta de dos horas antes aplicaba: “¿Qué hacemos?”. Ana se encogió de hombros, “Podemos ir a buscar a la Gafitas…”. Los ojitos verde aceituna de Susana brillaron con gusto. La Gafitas era una niña extraña, en todo el sentido de la palabra. Su nombre completo era la Gafitas Filis 40 y nadie sabía realmente porqué lo del Filis 40. Lo de la Gafitas era obvio por los culos de botella que tenía encima de la nariz todo el tiempo. No hablaba mucho y era fea pero se emocionaba cuando la iban a buscar y se ponía nerviosa cada vez que le preguntaban algo. Siempre tenía el pelo sucio, la ropa roída y apestaba. Susana disfrutaba hacerle propuestas: “¿A que no te atreves a decirle a aquel niño que estás enamorada de él?”, “Te doy un chicle nuevo si te comes ese chicle pegado en la acera”, “¿A que no te robas el gato de la bruja del colmado?”. En realidad parecía que le gustaba que la maltrataran o… y esta posibilidad no se le había ocurrido a nadie… estaba tan desesperada por salir de su casa que prefería que jugaran con ella de las maneras más crueles. En realidad a nadie le importaba porqué la Gafitas era tan sometida. Sólo les importaba reírse de ella cuando los niños ponían cara de asco y la insultaban, cuando se metía el chicle sucio en la boca o cuando la bruja del colmado la perseguía con la escoba.

Ana, tal vez por pena, había intentado explorar otros aspectos de la Gafitas, otras facetas que la hicieran más humana, pero los espejuelos gigantes engañaban porque en realidad era bastante bruta, medio tartamuda y parecía tener la cabeza hueca. En realidad tratar de hablar con ella era una pérdida de tiempo así que las bromas que le hacían no parecían nada malo: la Gafitas no sentía. Un día le dijeron que el niño más bonito de la placita estaba locamente enamorado de ella pero que no se atrevía a acercársele por los espejuelos. Tomó un tiempo convencerla de la posibilidad de tal milagro pero, después de mucha labia, lograron que se ilusionara con la idea, se quitara los culos de botella y se acercara al muchachito a jugar con él. Susana y Ana se morían de la risa en una esquina viendo cómo la pobre Gafitas trataba de darle al balón a ciegas, mientras sonreía como una idiota, se ponía colorada de la vergüenza y se caía de culo de las maneras más aparatosas y poco estéticas posibles.

Ya llegando a la casa de la Gafitas, Ana comentó con malicia, “¿Te has dado cuenta de que la casa de la Gafitas apesta?”. Susana explotó en risas “Sííí… yo creo que la mamá no limpia nunca, ¿has entrado en la casa?”, “No, solo he llegado a la puerta”. Susana puso cara de terror, “… es horrible, es bien raro porque el piso es nuevo pero los muebles parecen sacados de un basurero…”. Llegaron al portal de la Gafitas y tocaron al timbre, “… entonces, parece que no abren las ventanas nunca y es imposible respirar… ¡Sí! ¡Hola! Es Susana, a ver si quieres salir a jugar, vale, pues te esperamos…”. Ana retomó el tema: “¿Verdad que la mamá es idéntica a ella pero vieja?”, “¡Sííí, y con los mismos culos de botella!”. Ana se dio cuenta en ese momento de que nunca nadie había visto al papá de la Gafitas: “Y su padre, ¿tú lo has visto?”. Susana abrió los ojos y dos aceitunas volvieron a brillar, “Ahora que lo pienso, no, pero creo que tiene mucho dinero y es un avaro que no sale de su cuarto y se la pasa viendo televisión”. En ese momento, la Gafitas abrió el portón y salió con su acostumbrado abrigo rosa fucsia, el pelo grasoso recogido en un moño, los moretones en el cuello y ese olor a sudor viejo mezclado con perfume barato. “Yo creo que tenía un hermano y se murió de hambre…”, siguió explicando Susana, “…o algo, pero sé que tenía un hermano, que también tenía que ser bien feo porque mira que ella es fea, ¿ah?”. Ana lanzó una carcajada y volvió a preguntar mientras comenzaban a caminar hacia la Alameda: “¿Y es verdad que el piso está lleno de cáscaras de naranjas porque las tiran así como si nada?”, “Sí, tía, y las cáscaras de los huevos, también, debajo del sofá, una cosa asquerosa”. La Gafitas no interrumpía la conversación, ni preguntaba de quién era que hablaban y ninguna de las dos se preocupó por su presencia ni de que pudiera darse cuenta de que aquella conversación era sobre ella misma.

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